viernes, 26 de diciembre de 2008

La Migra.

La Nochebuena de 2002 viajaba en un autobús de la línea Estrella Blanca. Íbamos menos de diez pasajeros mezclados con olor a amoniaco proveniente del baño, ruido de motor en marcha y la mala sintonía de la radio junto al conductor. Me encontraría con Emily, mi novia, en San Antonio, Texas, ciudad natal de su madre. La familia se reunía para celebrar las fiestas de diciembre y me habían invitado a pasar unos días para conocerlos y visitar parte del estado.


Cerca de El Paso, Texas. Diciembre 2002


A media mañana del 25, el bus cruzó la frontera hacia Estados Unidos por Nuevo Laredo, Tamaulipas.

Resoplando los frenos y después de casi 20 horas de viaje, desde la Central Camionera del Norte en el DF, el vehículo entraba lentamente al cruce fronterizo Juárez-Lincoln. A mitad del puente se lee en una placa: Río Bravo / Rio Grande. Dos nombres para lo mismo.

El paisaje mexicano, árido, pobre y urbano-rural se transformó en un paisaje suburbial de país desarrollado. Las señalizaciones de tráfico cambiaron de kilómetros a millas.

Uno de los pasajeros, hombre con aspecto de agricultor latinoamericano, entre 25 y 40 años, vibraba con el movimiento del motor en marcha, dormía recargado en una bolsa de mercado de hilos de plástico, rellena, que llevaba agazapada sobre sus piernas. De su mano colgaba una gorra de béisbol deslavada.


La calle en donde vive Ben en San Antonio, Texas. Invierno 2002


El camión Estrella Blanca cruzó el río y, ya en territorio norteamericano, no pudo seguir adelante. Cuatro o cinco policías rodearon el autobús. Uno de ellos, sonrojado y sudoroso, acercaba a la parte baja del vehículo un detector de metales.

Dos oficiales más, llevaban un perro cada uno. Los animales, para caminar tiraban de la correa atada a sus cuellos, sus respiraciones eran interrumpidas y arrastraban sus patas sobre el asfalto provocando un sonido seco con sus uñas.


Subió al camión un hombre joven vestido de policía fronterizo, miró rápidamente sin mantener la mirada en algo o alguien y se agarró de la estructura de aluminio que porta el equipaje. Las axilas de su camisa verde tenían manchas de humedad que contrastaban con el planchado y la limpieza del uniforme. Daba la sensación de que quería aparentar calma. Usaba guantes de látex y mientras apoyaba la otra mano en el arma guardada en su cinturón, intentó decir frases en español. Que los pasajeros, antes de continuar con sus trayectos, deberían pasar a una verificación de documentos en el puesto de control de la US Border Patrol.

-Nadie se queda dentro del autobús-, dijo. Dio instrucciones precisas: bajar lentamente con documentos en mano, después del chequeo de pies a cabeza, de visados y equipaje, se podrá subir al otro autobús, el cual servía para trasladarnos del puesto fronterizo a la estación de Laredo o llevarnos de vuelta a México deportados.

En la estación de Laredo, Texas, cada uno seguiría su viaje.


Parada de autobús cerca del Paso, Texas. Diciembre 2002


Bajamos del transporte e hicimos una fila. Callado y de pie, el pasajero de la gorra de béisbol obedecía las indicaciones de los oficiales. Afirmaba o negaba con la cabeza agachada, parecía que sólo miraba la punta de sus botas vaqueras. Después no lo vi más.

Una vez verificado mi pasaporte, mi visado y recogido mi equipaje de la revisión con rayos x, subí al autobús de traslado. Abordamos el vehículo cinco o seis personas, tal vez.

Me acomodé en un asiento de pasillo, en la fila del lado derecho del vehículo, el segundo de delante hacia atrás. Fingí estar tranquilo y leyendo. Utilicé de marca páginas para el libro que llevaba un formulario que, sin ninguna indicación, me había dado uno de los agentes de La Migra o Border Patrol, según el idioma.

En el par de asientos que estaban a mi lado izquierdo, viajaban dos mujeres. La que iba al lado de la ventanilla miraba el paisaje o dentro del bus, como buscando. Se removía en su asiento y tiraba constantemente del cuello de su camiseta, deformando las caricaturas estampadas. El sol de la mañana daba en su cara morena y sin arrugas. Su frente y su nariz brillaban.

Noté que de vez en cuando la mujer se doblaba un poco para mirar con sus ojos pequeños y rápidos hacia donde me encontraba. Cuando volteaba para verla, se pegaba al asiento rápidamente. Se ponía seria y concentrada, miraba una revista de prensa rosa que llevaba o dirigía sus ojos negros a sus uñas, que limpiaba frotándolas unas con otras.

Sentada en el asiento de pasillo, los ojos entrecerrados de la otra mujer daban la sensación de calma. Dijo a su compañera de viaje que vería a su hijo después de siete años, -que anda de mojado-, comentó. Rebuscaba en su bolso de plástico de supermercado, mordía algo envuelto en papel de aluminio y lo volvía a esconder. Las migajas de lo que comía caían sobre su barriga, cubierta con un mandil de flores de colores. Esto lo repitió unas tres veces más.

Oficina de turismo cerca de Sisterdale. 2003


Las dos mujeres miraban hacia mi sitio y en algún momento imaginé que hablaban de mi. Volteé repentinamente hacía ellas, sonreí y la señora mayor expresó sorpresa. Me dijo con un tono de voz suave. Como en secreto y alarmada.


-Aaaay m´hijo ¿por qué traes ese papel todavía?- Señaló con la mirada al formulario-separador puesto en el libro. -¿Por qué no lo entregaste en el puesto de control? ¡Ay híjole! es que ora estás en Estados Unidos, pero de ilegal…- Dijo con énfasis estas ultimas palabras que también susurró.

Dejé de respirar por un instante. Se formaba un vacío en la boca de mi estómago y me imagine esa noche en una celda de Migración e intentando avisar por teléfono a Emily.

La mujer inquieta dirigió la mirada al piso y volteó a la dirección en la que yo estaba sentado.

-Es que nadie me dijo nada. Nadie me lo pidió-. Expliqué.

-M´hijo, pos es que es tu permiso pa´ estar en los Estados Unidos. Lo tenías que haber entregado en el puesto de control y haber pagado seis dólares de impuestos. Te lo sellaban y ya. Aaay dios mío que no te vayan a agarrar porque te detienen.-

-¿Y qué puedo hacer?- pregunté.

-Pos ora llegando a la estación te regresas de volada en un taxi, dejas tus cosas al chofer del autobús y luego las recoges en San Antonio. A La Migra le dices que nadie te dijo nada y que quieres pagar-.


Faltaba poco para terminar el traslado a la estación de Laredo. No podía quitarme de la cabeza la imagen de volver al paso fronterizo y dar una explicación.

-Mira, ahí en la esquina de la estación hay taxis-. Señaló la mujer del mandil de flores con la mirada y la punta de la nariz. Luego volvió a rebuscar en el bolso de plástico.

La mujer joven hojeaba su revista rosa.

-¡Ándale córrele! ¡Súbete a un coche! Dile que te lleve al puesto de control,- Continuó la mujer sin dejar de mirar al interior de su bolso. -Que te espere pa´ ver si te da tiempo regresar y subirte al camión que sale a las doce. ¡Órale m´hijo!- Bajé corriendo del autobús. Las mujeres miraban desde sus asientos estirando la espalda.

1 de enero, 2003. San Antonio, Texas.


El acomodador del la línea Greyhound, un hombre negro con manos grandes y gordas, agarró mi mochila y la metió en el maletero del otro autobús con un movimiento fácil, de rutina. Anotó algo sobre un portafolios de madera con pinza de aluminio y pregunto mi destino. Dirigió su cabeza rapada al reloj de la estación, las once horas con quince minutos, al respirar movía su enorme barriga de arriba a bajo. Traté de explicarle mi problema pero nada más recogió la siguiente maleta y al maletero con el mismo movimiento. En seguida continuó escribiendo.

Cerca de El Alamo. 2003


Subí a un Ford Fairmont color marrón sin letreros de taxi por ningún sitio. El hombre ahí sentado estaba acomodado con su brazo extendido sobe el respaldo del asiento continuo y las piernas separadas. El olor a vainilla artificial y a tabaco aumentaba junto con la luz y el calor de la mañana.

Le dije rápidamente al chofer, con un inglés deficiente, que me llevase al paso fronterizo.

-Son diez dólares-, dijo en español, acomodándose en el asiento de terciopelo rojo. El humo de cigarro hacía remolinos al salir por su nariz. Pagué y le conté mi situación, mientras ponía el coche en marcha.


Con un movimiento ágil y rápido de su mano derecha, sin tirar la ceniza de su cigarrillo, arrebató mi pasaporte y cambió la velocidad con la palanca ubicada detrás del volante. Aceleró a fondo. Las profundas arrugas del rostro del conductor se acentuaban aun más cuando mordía el cigarro y separaba los labios de el.

-No te preocupes-, gruñó, mientras hondeaba mi pasaporte fuera del coche con su mano izquierda y aumentaba la velocidad.

Al llegar a la zona del puesto de control, los primeros dos agentes de migración y sus señas de que detuviera el coche quedaron atrás. Desenfundaron sus radios. -Detenga el coche, está entrando a zona prohibida-, repetía, en inglés después en español, una voz metálica amplificada. Adelante se juntaba un grupo de patrullas y policías apuntando sus armas en nuestra dirección.


1 de enero, 2003. San Antonio, Texas.

El taxista llegó con el coche hasta donde pudo, se bajó cuando aun estaba en marcha y dio una rápida explicación en inglés a los oficiales señalando dentro del taxi. Dos o tres de ellos se agacharon a mirar por la ventanilla.

Dentro del puesto de control hacía calor. Habría cuarenta o cincuenta personas haciendo filas y ruido. Colgado del techo, un ventilador de cuatro aspas giraba perezosamente.

El ambiente en general era de confusión. Algunos para intentar ser comprendidos subían la voz, hablaban lento pero en su respectivo idioma. Sonaba la señal de un radio transmisor.

Del escritorio ubicado al fondo, se levantó una impecable mujer policía. Cuarentona. Sacudió su cabellera rubia de raíces negras y el olor a shampoo se extendió en parte de la sala de aire caliente.

La oficial, al escuchar la explicación de los agentes, me miró de los zapatos a la cara, al hacer contacto con mis ojos volvió su mirada al grupo balanceando su cabellera. Levantó la voz mientras me señalaba con su dedo índice y lo apoyó en el pecho de un policía con uniforme de talla más grande. Esto lo hizo con elegancia teatral. Mientras tanto, otro oficial miraba su reloj y hacia la ventana de la oficina.

Al cabo de un momento, la agente fronteriza dijo mi nombre.

Indicó que me acercara y contesté los datos que me preguntaba acerca de ese viaje. Quién, cómo, cuándo, dónde, por qué, a qué hora. Nombres, teléfonos, direcciones, motivos, todo lo que pudiera recordar. -Ok, son seis dólares y no lo vuelvas a hacer.- Fue lo que dijo.

Alrededor de cuatro horas después, en la parada de la línea de autobuses Greyhound de San Antonio, Texas, Emily me recogía acompañada de su primo Ben en un coche compacto de color azul oscuro, viejo y de asientos amarillos.

Sisterdale, Texas. 2003

Por: Joel Aguilar G.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

que requetechulo carnalito, un abrazo y disfrute la nieve que aqui le esperamos con unas chelitas besos a emily y felices dias
vale.

Anónimo dijo...

Joel, esto es espectacular, me ha gustado mucho. Seguid por esta linea! un abrazo fuerte!
gian